---:::---   Actualizado: 15-07-2008   ---:::---

 

Sabemos hoy que en el entorno geográfico cercano a Villafer, Valderas, Albires, Audanzas del Valle, Maire de Castroponce,...terminaron sus días al menos algunos de los desaparecidos de la comarca bañezana. Un "paseado" (más bien que fusilado) que como algunos otros  (Miguel Gila entre ellos) sobrevivió a su ejecución fue Heliodoro Villar Blanco, el "fusilado" de Villafer. Este es el relato que él mismo hizo al periodista del Diario de León, y que el rotativo publicó en su edición del 27 de agosto de 1991:

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DIARIO DE LEÓN

Martes, 27 de agosto de 1991Heliodoro Villar conserva en su mejilla la huella de una de las balas destinadas a su ejecución

EL "FUSILADO" DE VILLAFER

Heliodoro Villar sobrevivió a un pelotón de ejecución falangista en agosto de 1936 en Villafer y desde entonces conserva el apodo, porque no quiere olvidar

Víctor Iriarte (ICAL)

Heliodoro Villar, nacido en la localidad leonesa de Villafer, hace 77 años. Hace 55 años, el 16 de agosto de 1936 fue detenido en su pueblo por pistoleros falangistas y sacado a pasear tres días después. La misma noche que García Lorca moría en Viznar en idénticas circunstancias Heliodoro fue arrastrado por siete hombres hasta la vía del «tren burra», entre las localidades de Valderas y Villanueva del Campo, y pasado por las armas. Recibió una bala en la cara y otra en el codo y la abundante sangre confundió a sus ejecutores dándole por muerto. Logró sobrevivir y desde aquella noche conserva el apodo de «el fusilado». Su ejecución no le sirvió para olvidar el horror y, una vez recuperado, fue alistado en las tropas franquistas y enviado a la guerra. Su objetivo vital desde entonces es «que se cuente todo».

Heliodoro Villar tenía 22 años cuando estalló «el Glorioso», como él dice. Obrero en el campo y en obras públicas, estaba afiliado a las Juventudes Socialistas y a una «Sociedad de Trabajadores de la Tierra» adscrita a UGT, que había conseguido para ese verano del 36 repartir entre todos los vecinos de Villafer 60 días de faenas agrícolas a diez pesetas la jornada. No llegó a trabajarlas.

«El fascismo estaba muy arraigado en una localidad próxima, Valderas, donde se mataron durante la guerra a 112 personas», indica. El día de Santiago, los camiones con pistoleros falangistas se acercaron hasta Villafer para buscarlo. Heliodoro se escondió y los días siguientes durmió en casas de amigos y en los campos cercanos.

«El 8 de agosto dijeron que los mozos del reemplazo del 35 que fuésemos excedentes en casa teníamos que incorporarnos a filas.En ese momento, ir al servicio militar era una garantía de salvar la vida», indica el «fusilado». Partió para León, «cargado de medallas con los «detentes» en la solapa para despistar» y un seguro de vida, la carta que le había do un primo suyo, Pedro Vallinas, jefe de milicias de Falange, con un mensaje tan limpio como amenazador: «Que nadie se meta con mi primo». En la capital, lo reconocieron unos de Valderas y, detenido, lo entregaron, pero el pase le devolvió la libertad. Volvió al pueblo y, cuando los sobrinos le avisaban de la llegada de guardias civiles y camisas azules, volvía al campo.

Finalmente, fue detenido tras una persecución que empezó a las once de la mañana y concluyó a las 17 horas. Lo agarraron vecinos de su pueblo, amenazados por los pistoleros de Valderas, irritados por haberlo dejado escapar una vez. «Me descubrió Laurentino, hijo del señor Camilo, quien era hermano de Manolo, al que tenían detenido en La Bañeza y sometido a palizas; uno amenazó con pegarme, pero Telesforo lo impidió: «¡No hombre, que es del pueblo!», gritó; otro que venía con ellos era un vecino mío, Lorenzo «el Mono», a quien la guerra le daría oficio, se hizo guardia civil», recuerda Heliodoro.

«¡TÍRATE AL PUENTE»

Cuando entró preso en el pueblo, explica el «fusilado», «la señora Eliseria lloraba, el marido me miraba y traquiñaba la cabeza. El barbero del pueblo le susurró mientras le afeitaba: «si te corto yo el cuello, te haría sufrir menos que ellos». El terror se había apoderado para entonces de la zona. La madre conocía el trato a los «rojos» y, cuando lo vio, le salió sangre del alma: «¡Hijo, tírate al río antes de que te maten!». Sólo lo sabría después, pero indirectamente le salvó la vida en el momento en que lo fusilaron.El «fusilado» ante el monumento por las víctimas de la Guerra Civil.

Llegaron los falangistas, quienes comenzaron a interrogarlo para que les revelase donde estaban unas supuestas armas, bombas y listas de fascistas para ser asesinados. La tortura comenzó con un simulacro de fusilamiento. En Valderas fueron tres días de golpes y ricino. El ultimo, lo llevaron a la Casa del Pueblo para otro interrogatorio. «Pero ya no me pegaron. Lo tenían todo decidido». Era la noche del 19 de agosto.

Heliodoro Villar Blanco es una enciclopedia andante, el Espasa de la represión. En estos años ha recopilado nombres, fechas, historias. Conoce a familiares de represaliados, sabe de sus verdugos y como terminaron sus días muchos de los que protagonizaron «la militarada». Y lo ha escrito en un relato dulce, desgarrado y sentencioso: «Parece ser que cuando asomé, ella me vio y se lo chivó. Era Eudosia, tía de Zacarías; como si Dios la hubiera castigado, al poco tiempo quedó ciega». «En los campos me junté con Frailan, que se vino a refugiar porque había dado algún mitin por aquellos pueblos. Era inteligentísimo y si no es porque le daba a la bebida hubiera llegado lejos. Murió de vagabundo». «La Guardia Civil por menos de nada te soltaba un castañazo. Desde niño lo he vivido. Necesitaban menos cursos de instrucción y más de cultura y ciudadanía», puede leerse en sus escritos. Su relato está plagado de digresiones, enriquecido con historias patéticas que ha escuchado. Describe anécdotas nimias como si hubieran ocurrido hace media hora, las compara con lo que ha leído y lo adorna con las coplillas que escuchó en las trincheras.

FUSILAMIENTO

Cuando dispararon sobre Heliodoro, sólo le dio tiempo de gritar «¡Ay, madre mía!». Eso le salvó la vida, porque la bala le entró por el carrillo derecho y le salió por el izquierdo, sin tocar las muelas, con lo que la posible infección hubiera sido mortal. Otra bala le rozó el cogote y una tercera le alcanzó el codo izquierdo. Llevaba una camisa blanca, que se llenó de sangre escandalosamente y despistó a los asesinos.

Cuando se marcharon, Heliodoro anduvo 16 kilómetros, eludiendo los pueblos, carros y vehículos, hasta llegar a Villafer. El médico, «una buena persona», le ayudó; el sacerdote no dio la cara.

Tuvo suerte. Su primo falangista había regresado la víspera del fusilamiento a Valderas para liberarlo. Los asesinos se tapaban unos a otros e incluso le dijeron que se lo habían llevado «unos de Valladolid». El pariente, que incluso llegó a desenfundar su arma contra sus propios compañeros, lo protegió durante la convalecencia.

Heliodoro llegó a hablar en el 42 con el enterrador que habían mandado a recoger el cadáver y conoció de esta forma a sus verdugos, Marino, Sastrín «el robaperas», Meredí, «Tatota», Esteban, Peinador «el del chalé» y «Titimona». Algunos viven, «y si les viera, me daría vergüenza y asco», dice. Pero no guarda rencor, «matar es repugnante, las guerras las condeno por completo».

Tras recibir la extrema unción se recuperó y en mayo del 37 fue reclutado en el Ejército franquista. Estuvo en el frente de Asturias, en Guadalajara, Teruel, el Ebro y Barcelona «luchando contra los enemigos de Dios y de España, por lo que merece la protección de la Patria y el respeto de sus conciudadanos», reza un certificado que recibió tras la contienda.

En Teruel fue herido, pero la suerte seguía abrazada a su cuerpo, porque la bala chocó contra un duro de plata que llevaba en el bolsillo y resbaló lo suficiente para no alcanzarle mortalmente. Si fuera un gato, le quedarían todavía cinco vidas.

«NO ME ARREPIENTO

«Yo soy de izquierdas y pienso que la Transición ha sido una chapuza de las más grandes, porque ni siquiera se han quitado las placas de los caídos por Dios y por España», dice. En su opinión, hoy día «los socialistas no son socialistas, ahora manda don Dinero. Yo admiro a los concejales republicanos que hacían su labor y luego iban al Ayuntamiento, porque trabajaban por el ideal y no por el estómago», dice.

Cuando se le menta su buena estrella, se ríe. «Vender lotería, eso es lo que tenía que haber hecho». En sus memorias, describe con crudeza lo que vio: fusilamientos, soldados congelados, hambre, miseria, enfermedades, vejaciones y reconoce que volvió «moralmente derrotado» a su pueblo en el 39. Ahora, su máximo anhelo es que «se cuente todo, porque se ha escrito muy poco de lo que pasó».

No se arrepiente «de ninguna manera» de lo que ha vivido y sólo lamenta el sufrimiento de sus padres. Las marcas de la bala que le cruzó la cara, todavía visibles en las mejillas como un hinque en la tierra, le han estirado aún más si cabe los labios para acentuar su sonrisa, que no ha perdido nunca. «Es que tengo mucha conformidad», concluye.

Federico y Heliodoro

Federico García Lorca pasó sus últimas horas en «La Colonia» de Viznar, la improvisada cárcel donde pasaron su última noche las víctimas de la represión de Granada. El sabía desde su detención que no sobreviviría y con relativa asepsia, los historiadores han podido reconstruir los hechos que condujeron al asesinato del poeta. Murió junto a otras tres personas, los banderilleros anarquistas Joaquín Arcollas y Francisco Galadí y un maestro de escuela, Dióscoro Galindo González, que había nacido en la localidad vallisoletana de Ciguñuela.

Félix Sierra, autor de libros sobre la represión como «La fuga de San Cristóbal» y amigo personal de Heliodoro, siempre se ha preguntado «cómo sufriría en sus últimos días y horas Lorca, qué sentiría Federico cuando iba a ser fusilado. «Nunca podremos saberlo con certeza -confiesa-, pero podemos hacernos una idea extraordinaria gracias al testimonio del «fusilado», porque sufrió el mismo calvario».

Felix Sierra ha reescrito las memorias de Heliodoro, en las que cuenta cómo aquella noche de hace 55 años «era como pasar el Calvario. Uno era inocente. Me habían dicho que me iban a matar. Yo no lo entendía. Me quedaba una remota esperanza: ¿por qué iban a matarme si yo no era culpable de nada, si no había cometido ningún delito?.

»Les veía remangados con sus pistolas y me aterrorizaban, pero también llevaban un montón de medallas de la Virgen colgando y yo pensaba si era posible que estos hombres con tanta medalla sean capaces de matar a sangre fría.

«Era la noche del 19 de agosto. Después de tres días de palos y ricino, a las 11 de la noche me sacaron de Valderas en dirección a Villanueva del Campo. Íbamos a pie A unos tres kilómetros, de frente a una casilla del ferrocarril de vía estrecha, pararon. Pensaba aún que en el último instante cambiarían de opinión. Me llevaban entre siete. Fue rápido. Momentos antes de que me dispararan se acercó uno y me dijo, «no lo puedo evitar, te matan». Al momento de separarse, llegó la descarga».

«Caí al suelo. Quedé inmóvil. La cabeza me zumbaba Creí que estaba muerto. Me alumbraron con una linterna Dijo uno, ¿le damos el tiro de gracia? «Ya tiene bastante» respondieron. Se alejaron de mí hablando. Yo, a pesar de mi estado, oía el murmullo»

«Me di cuenta de que estaba vivo. No recuerdo el tiempo que estaría inmóvil. Me levanté, me tambaleaba (...) Me sentí desfallecer y, al llegar a la vía, pensé en poner la cabeza en el rail para que me terminara de matar el tren cuando pasara... pero reaccioné, porque el instinto de conservación te hace fuerte para ir a donde sea».

 

 


Memorias de un fusilado:

“A mí me dieron el paseo”

Félix Sierra Hoyos

 

Hace 72 años, por estas mismas fechas del mes de julio se iniciaba en nuestro país un sangriento golpe de estado promovido por una parte del ejército y apoyado por algunos sectores de la burguesía terrateniente, las corporaciones industriales, la banca y las finanzas. En nuestra tierra triunfó la sublevación sin apenas oposición y casi de inmediato, y desde muy temprano comenzó a ejecutarse una feroz represión contra toda disidencia, pasada, presente e incluso la posible futura. Algunos de los represaliados de esta comarca con penas de cárcel terminaron cumpliéndolas en la Prisión Central de Pamplona, en la Fortaleza Ezkaba o Fuerte de San Cristóbal, lugar donde se produjo el 20 de mayo de 1938 la fuga más masiva hasta ahora realizada de una prisión: se evadieron 795 presos republicanos, de los cuales tan solo tres alcanzaron la libertad en suelo francés, 207 fueron muertos en la fuga, el resto, 585, fueron capturados, y de ellos 14 fusilados después como promotores de la evasión.

Los historiadores Félix Sierra Hoyos e Iñaki Alforja Sagone han narrado aquellos hechos en un documental y un libro, titulados “Ezkaba, la gran fuga de las cárceles franquistas”. De uno de los anexos de esta obra, con el permiso y el beneplácito de los autores, entresacamos la historia de  Heliodoro Villar Blanco, un leonés que sobrevivió a su asesinato.

José Cabañas González

 

— ¿Cómo fue?

    Una grieta en la mejilla.

¡Eso es todo!

Una uña que aprieta el tallo.

Un alfiler que bucea

hasta encontrar la raicillas del grito.

Y el mar deja de moverse.

— ¿Cómo, cómo fue?

    Así.

— ¡Déjame! ¿De esa manera?

    Sí.

El corazón salió solo.

— ¡Ay, ay de mí!

     Federico García Lorca, Asesinato (Poeta en Nueva York)

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León es otra de las provincias que más sufrió la represión fascista: 278 hombres aparecen entre los 4943 registrados, hay 62 fugados y capturados, otros 13 muertos durante la fuga, más de 20 que murieron por “enfermedad” en el Fuerte.

 Uno de los fugados era Nunilo Ballinas Casado, pastor, natural y vecino de Gordoncillo, fallecido en los años 60. Un primo suyo es  Heliodoro Villar Blanco, también conocido por "el fusilado". Él me puso en contacto con algunos fugados iniciando así esta investigación.

Me ha contado muchas veces su historia, citada en libros sobre la Guerra Civil y la represión en León (Javier Rodríguez, León bajo la dictadura franquista, 1936-1951, p. 80-82), también en periódicos (El Mundo de Valladolid, 26 de agosto de 1991, p. 16 y 17; El Diario de Valladolid, 2 de septiembre de 2002, p. 9). El periodista de “El Mundo” Fernando Valiño, amigo personal de Heliodoro, le dedicó un emotivo obituario el 14 de octubre de 2004; Ernesto Escapa, otro periodista, amigo y paisano suyo, también le recordó con la feliz calificación de “correo de la memoria”. Heliodoro animaba incansablemente a todo el mundo a recuperar nuestra memoria histórica.

Exponemos un resumen de las memorias de Heliodoro, un largo manuscrito autobiográfico que hizo en 1976 que me regaló con la ilusión de que lo diera a conocer. Su excepcional testimonio nos permite sentir en carne viva el carácter que tuvo la represión para más de 30.000 personas que fueron asesinadas sin juicio y aún hoy, muchas, siguen desaparecidas. Heliodoro tituló a sus memorias “A MÍ ME DIERON EL PASEO”.

 “El 18 de julio de 1936 se rumoreaba del golpe, de la militarada.  En mi pueblo, Villafer, en la Tierra de Campos leonesa, los obreros teníamos una Sociedad de Trabajadores de la Tierra, adscrita a la UGT. El día 24 entraron militares y falangistas de Valladolid  en el pueblo cercano de Valderas con ametralladoras. Se corrió el rumor de que mataban al que pillaban, sembrando el terror sin ninguna contemplación.

<<< A los 76 años, “correo de la memoria” en Valladolid y en León.

El día de Santiago, 25 de julio, fuimos como de costumbre a por un par de viajes de mies, era festivo solo por  la tarde. Estando durmiendo la siesta me avisa mi cuñada, “Vienen falangistas por la carretera de Valderas”. Me escondí en una huerta cercana a mi casa y oí como tiraban abajo la puerta de mi casa, a tiros contra el cerrojo y luego con un hacha; mientras, mis padres estaban en casa de una vecina. Seguí escondiéndome en otros lugares del pueblo y aunque me buscaron no me encontraron y se fueron a tomar el cercano pueblo de Villaquejida. Pasé unos días escondido en casas de vecinos por precaución, pero empezaron a merodear a diario falangistas y guardias civiles diciendo que había que matar a alguien y que me entregara, que no me iba a pasar nada. Días después volvieron a registrar mi casa mientras yo me escondía en otras y decidí marcharme por la orilla del río a refugiarme en los plantíos. Seguí escondido varios días ayudado por dos guardas jurado y por mi familia.

El 10 de agosto me fui discretamente a León a incorporarme a filas, con una recomendación de un  primo carnal falangista, Pedro Ballinas. Tendría que incorporarme el 19 de agosto. Volví a mi casa de noche y a la mañana siguiente vinieron como fieras a buscarme porque ya sabían que había estado en León; conseguí llegar de nuevo a refugiarme en los plantíos junto a otro perseguido, Froilán.

El 16 de agosto, fiesta de San Roque, fiesta en mi pueblo, empezaron a buscarme los falangistas de Valderas por el plantío; por fin nos vieron al pasar por el molino de arriba de Villaquejida y empezaron a rodearnos. Me escondí entre unas zarzas a la orilla del río. Estuvieron buscándome más de una hora y cuando uno bajó a beber agua al río gritó “Venid, que está aquí”. Eran falangistas de mi pueblo que estaban a las órdenes de los de Valderas. Me rodearon y el que rompió a hablar dijo “¿Qué, le damos?”, contestándole otro, “¡No hombre!, que es de nuestro pueblo, nosotros le entregamos y que hagan ellos lo que sea; si puede ser a los de Valencia de Don Juan, porque si se lo entregamos a los de Valderas le matan”.

Ellos con sus pistolas, yo custodiado como un malhechor, llegamos a mi pueblo. Había ya curiosos esperando; mi madre ya se había enterado y al verme así me dijo llorando, “Hijo, tírate al río antes de que te maten”. La dije “Madre, yo no he hecho nada, ¿por qué me van a matar?”. Mi madre fue a implorar al señor cura, pero éste no quiso saber nada.

Me llevaron a casa del barbero para que me afeitara; éste me dijo bajito al oído, “Si te cortara el cuello te haría sufrir menos que ellos”. Todos estaban enterados mejor que yo de las barbaridades que estaban haciendo desde el 18 de julio. Vinieron entonces a por mí los de Valderas. Me despedí de mis padres y me dijo mi madre llorando “¡Adiós hijo para siempre!”.

Me montaron en un coche hacia Valderas. En la primera dehesa, a mitad de camino paran, me bajan y me dice uno, “Si nos dices donde tenéis las armas, las bombas y las listas negras de los que ibais a matar, te dejamos, pero si no, te fusilamos”. Les dije que yo no sabía nada de eso, nunca había oído nada de bombas ni de listas. Entonces dice uno “Vendarle los ojos”, y volvieron a preguntarme. Yo ya ni respiraba, pero tuve valor para decirles “Hagan lo que quieran, yo no sé nada”. “Está bien, dijo el jefe, ¡cargad, apuntad!, corrieron el cerrojo y yo dije “¡Madre, adiós!” Entonces dijo el jefe, “Quitarle el pañuelo y al coche”.

Me llevaron al ayuntamiento de Valderas hacia las 8 de la tarde, metiéndome en una celda de la planta baja. A la hora larga de estar allí me suben a la planta de arriba del ayuntamiento y me sientan en una silla. Había varios con fusiles, semiremangados, con un montón de medallas y crucifijos colgando del pecho, en el lado izquierdo de la camisa. Me preguntaron, “Dónde están las armas, las bombas, la dinamita, las listas, etc.”. Volví a decirles que no sabía nada, tenía la vista nublada, casi no veía nada entre tanta gente amenazándome. “Ya cantarás. Tómate un vaso de ricino”, y le tuve que tomar por las buenas. Creo que ya no sabía ni donde estaba ni quién era yo. “Bueno, declaras o no”, me vuelven a decir. “No sé nada”, les dije. “¡Ahora vas a saber!”, y empezaron a pegarme con vergajos, culatazos, puñetazos, caí de la silla al suelo, casi sin conocimiento, solo me di cuenta que rodaba por el suelo a patadas y me tiraron por la escalera abajo, perdiendo el conocimiento.

A la mañana siguiente amanecí en el calabozo, tirado en el suelo, junto a la taza del water de olor nauseabundo. El día transcurrió tranquilo, mi prima Zoila me llevó comida por encargo del jefe de milicias. Por la noche, a la misma hora, me suben otra vez arriba del ayuntamiento, las mismas preguntas, la misma respuesta, otra vez aceite de ricino, esta vez en un botellón, otra vez vuelta a los palos y a rodar por la escalera. Al día siguiente amanecí en el mismo estado, mi prima Zoila me llevó unas sopas para desayunar y luego la comida.

Llega la noche, esta vez me sacan del ayuntamiento y me llevan a la Casa del Pueblo que habían levantado los obreros con mucho sacrificio, allí otra vez el interrogatorio, esta vez no me pegaron, solo dijeron “Te matamos”. Era la noche del 19 de agosto de 1936, a las 10,30 de la noche me llevaron entre siete hombres por la carretera que va de Valderas a Villanueva del Campo, andando unos 3 km. hasta llegar frente a una casilla de la vía estrecha del ferrocarril que iba desde Medina de Rioseco a Palanquinos.

De los siete, unos iban delante, otros detrás, yo en el medio sufriendo el vía crucis. Con qué inocencia se pasa el calvario, es lo más parecido a la pasión de Jesucristo, ellos de sayones, aunque llevaran un montón de medallas de la Virgen, yo de crucificado, me iban diciendo que me iban a matar, solo me quedaba una remota esperanza. Me decía a mí mismo que por qué, por qué si yo no era culpable de nada, no había cometido ningún delito. ¿Cómo iba a ser posible que esos hombres con tanta medalla me mataran a sangre fría? Creía que acaso en el último instante cambiarían de opinión.

Se me arrima uno, me agarra por la solapa de la camisa, me pone una pistola al pecho y me dice “Ven que te busco el corazón, tengo balas “dum-dum”. Se retira. Se me acerca otro de los siete y me dice, “No lo puedo evitar, te matan”. Acto seguido se separa de mí y llega la descarga. Caí al suelo, la cabeza me zumbaba. Me dieron tres tiros, uno de ellos me atravesó las mejillas de lado a lado sin tocar la dentadura, me pilló la boca abierta cuando exclamé “¡Ay madre mía!”. Este tiro fue hecho a quemarropa, aún tengo sus señales, las motas azules de la pólvora y los hoyos de entrada y de salida. Otro tiro me llegó al cuello, por detrás, el tercero me dio en el codo. También conservo las señales.

El tiro en la mejilla me produjo mucha sangre y eso sería mi salvación, caí al suelo, permanecí inmóvil, llevaba camisa blanca que se manchó enseguida de sangre y les hizo creer que estaba bien muerto. Encendieron una linterna para verme y dijo uno, “¿Le damos el tiro de gracia?, contestó otro, “Ya tiene bastante”, y se marcharon. Seguí tumbado mientras oía como se alejaban, no sé cuánto tiempo estaría tumbado, pero el instinto de conservación hizo que me levantara, me tambaleaba, estuve deambulando un rato y recordé que por allí había una casilla de la vía, había que buscar la vía, iba dando tumbos, tuve un momento de desmayo, me sentí desfallecer y cuando alcancé la vía pensé poner la cabeza en el raíl para que cuando llegara el tren acabara de matarme.

    Reaccioné y busqué la casilla de la vía, llamé repetidas veces hasta que me contesta una voz muy baja, “¿quién es?”, sin abrirme la explico lo que me ha pasado y me dice que no abren porque están muertos de miedo, pero que hay ropa en un cobertizo. Allí me lavé la cara y la boca en un cacharro de beber las gallinas; la ropa estaba a medio lavar, mojada, con una toalla limpié como pude la sangre y corté bastante las hemorragias. Entonces tomé la determinación de volver a casa de mis padres, a unos 16 Km. de donde me encontraba. Iría por la vía para no perderme, hasta encontrar la carretera, sin pasar por Valderas, ya que entonces hacían guardia a la entrada de los pueblos.

<<< Obligado a ir al frente  con los “nacionales”, tras ser fusilado.                          

La cabeza seguía zumbándome y notaba mucha tirantez en el cuello, como si me hubieran puesto unas tablillas, no podía volver la cabeza a los lados, tenía que volver todo el cuerpo. Seguí adelante durante toda la noche y cuando llegué a mi pueblo vi carros cargando mies. En el puente de la vía sobre el río Cea me enjuagué la boca una y otra vez, hice un último descanso y por la carretera me dirigí a casa. Tuve que ocultarme poniéndome cuerpo a tierra en la cuneta cuando pasaron algunos carros y hasta tres coches, en éstos solo solían circular entonces los matarifes.

    Llegué a mi pueblo, Villafer, cuando ya amanecía. Tuve que esquivar a los falangistas que hacían guardia a la entrada, en el puente del Esla, abandoné la carretera y crucé por campos hasta entrar en el pueblo en busca del médico, llegué, la puerta estaba abierta, con luz en la cocina, entré. Yo conocía la casa de jugar en ella con Gabriel, amigo de la infancia. Ocurrió esa madrugada que Gabriel había sido llamado forzoso para ir al frente de guerra y su tren salía desde Campazas hacia León a las 6 de la mañana.

Al entrar en la cocina me encontré a Julita, prima de Gabriel que le había despedido poco antes, se llevó una tremenda sorpresa al verme, ni siquiera la salió preguntarme qué me pasaba, la dije que buscara al médico, D. Leoncio, y fue a buscarle a su habitación. Cuando me vio solo me dijo “¿Qué te han hecho?, ¡Salvajes!”. Entonces me llevó a la casa de mi hermana para que no me viera así mi madre. Cuando se enteró mi hermana se desmayó. Luego me metieron en la cama y con agua hervida me pusieron paños para que bajara la inflamación del cuello que podría ahogarme. Mi hermana avisó a mis padres de que me habían dado unos palos, para que no sufrieran tanto, luego fue a casa del alcalde a informarle. Este fue inmediatamente en coche a decirlo a las autoridades de Valencia de Don Juan, cabeza de partido de Villafer, y parece que le dijeron que no sabían qué hacer con la cuadrilla de malvados que había en Valderas ya que no paraban de asesinar a gente.

    Mientras, yo empeoraba, apenas podía respirar, me vieron mis padres y decidieron como buenos cristianos que me administraran el sacramento de la extremaunción, el viático que entonces decían. El cura me lo administró y muchos vecinos fueron a verme. También fue a verme el jefe de falange, me abrazó, pero luego mandó a uno con una bicicleta a decirles a los fascistas de Valderas que seguía vivo.

Esa mañana mi prima Zoila volvió al ayuntamiento a llevarme algo de comida, entonces la mintió el alguacil, diciéndola que me habían llevado los falangistas de Valladolid para matarme en la carretera hacia Villanueva del Campo. Mi prima fue a buscarme andando por esa carretera y encontró la boina bilbaína que yo llevaba, junto a sangre en el suelo. Regresó con mi boina hacia Valderas cuando se encontró con el carro mandado por los falangistas para recoger mi cadáver.

El enterrador de Valderas me contaría en 1942 que quienes me ejecutaron la noche del 19 de agosto fueron a la mañana siguiente al cementerio para ver mi cadáver. Le exigían que estuviera allí el cadáver, pero no aparecía. Estuvieron nerviosísimos hasta que apareció en bicicleta el chivato de Villafer a contarles mi situación. Me contaron luego que querían haber vuelto a rematarme, pero no se atrevieron porque tendrían que haber matado en esta ocasión a toda mi familia.

¿Cuántos caerían en España ese día? Yo al empezar la noche, Federico García Lorca al amanecer del día 20, él cerca de Víznar, en Granada, yo cerca de Valderas, él y los otros sin poder contarlo, yo lo llevo contando desde entonces”.

La guerra no acabó aquí para nuestro amigo Heliodoro. Resumo su extensa autobiografía: se recuperó en unos meses de sus heridas y le obligaron, como a tanta gente, a ir al frente de guerra, amenazándole con represalias sobre su familia si se pasaba al lado republicano. Estando en el frente del Ebro una bala perdida le dio en el vientre, pero un duro de plata que llevaba en un bolsillo le amortiguó el golpe, volvió a salvar milagrosamente la vida. Tras recuperarse de este balazo entró con las tropas nacionales en Cataluña y asistió con pena a la caída de Barcelona.

 <<< Heliodoro y Félix, en su 90 cumpleaños, 12 abril de 2004.

Luego regresó a casa y tuvo que encontrarse cara a cara con algunos de los verdugos que le fusilaron. Conocía bien sus nombres y su vida, ya han muerto todos, procedían algunos del lumpen, vagos, sin conciencia, capaces de asesinar a inocentes a sangre fría. No les odia, aunque nunca ha olvidado las barbaridades que hicieron contra su persona y contra tantos trabajadores. 

El 12 de abril de 2004 celebró sus 90 años con su familia y con amigos que le visitamos. Se sentía feliz sabiendo que por fin, después de casi 70 años, se estaba recuperando nuestra memoria histórica. Nos dejó para siempre el 3 de octubre de 2004. ¡Nunca te olvidaremos, Heliodoro!

Félix Sierra Hoyos


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